FLOR SILVESTRE Y SUS ÚLTIMOS DESEOS

Por Nelson Henríquez C.


Tuvimos el privilegio de escribir hace algún tiempo su biografía oficial a propósito de la inminente entrega de un premio y al entrevistarla abordó temas que ahora damos a conocer por primera vez.
Siempre ocurre lo mismo. No todo lo que se habla en una plática periodística alcanza a incluirse en esa narración que contiene lo convencional: datos, fechas, frases claves, galardones, discografía, títulos de películas, giras, anécdotas, descripciones y referencias.
Ya nos conocíamos. Años antes habíamos convivido familiarmente durante un quieto fin de semana con ella y su esposo Antonio Aguilar en su rancho El Soyate, allá en Zacatecas. Fue una experiencia valiosa e inolvidable, porque él, además, nos mostró la antigua casona en que nació en Villanueva y el lugar en que deberían sepultarlo. Con toda naturalidad. A lo amigo.
Por eso quizás en esta instancia Doña Flor nos habló en un tono de total confianza.
Por momentos nos dejó con la súbita impresión de que se trataba de un desahogo. Una confesión no solicitada. Un autorretrato emocional espontáneo.
Eso permite que determinadas entrevistas sean únicas y este fue el caso. Tienen esa validez tan humana que les da el hecho de que sean biográficas. Forman parte de la vida más de la persona que de la celebridad. En ese contexto cada día se las aprecia más.
Hablar o escribir de Flor Silvestre inevitablemente nos lleva a un referente exclusivo: Antonio Aguilar. Nacieron el uno para el otro. Lo mismo sucedía con él, que siempre terminaba gratificando la importancia de ella en su vida y la de sus hijos, el clan familiar indestructible, base y fuente de energía de todos sus afanes, los terrenales y los profesionales, dentro y fuera de la música, el cine y el show.
Hurgueteando en nuestro archivo y descifrando su sentir, lo que nos queda de ella es su dimensión humana, cotidiana e informal, mencionándolo a él como si hubiese sido el aire que ella respiraba. Sus palabras se nos graban a fuego y para siempre. Denotan una íntima soledad vital, pese al cariño desbordante de sus hijos, pese a la fama y pese a cualquier convencionalismo.
La emoción estalla sin que se lo propongamos, surge desde lo más profundo de su corazón y se adelanta a su final destino cuando se refiere a su muerte y a su entierro con la sabiduría de alguien que ha estudiado fríamente la diferencia entre el ser y el no ser y expresa así su última voluntad.
Obvio. No es la actriz ni la cantante en una entrevista. Es, por sobre todas las cosas, la viuda inconsolable respondiendo a sí misma y entrando en un nivel de autoconfesión que nos desarma. Es la esposa doliente.
Háblenos, por favor, de alguna anécdota, la más inolvidable de su vida, la que usted quiera y atesore de manera especial, le dijimos.
Su respuesta nos llevó a lo mismo. “Todo lo que me pasaba con él (con Antonio Aguilar)”, respondió. “Fue en el Madison, en Nueva York. De repente lo escuché muy ronco. Salí corriendo y dejé a mi niño parado ahí (en medio de la pista/escenario). Primero fui al hombre y después al niño. ¡Caray, era Toñito! Le pregunté qué quería. Me dijo que estaba y bien; y recién volví donde el niño. Otra de mis anécdotas fue cuando a Pepe se le cayeron los dientes. Estaba en un ‘pony’ chiquito y salió al escenario, y alguien aventó un globo y el caballito se asustó y lo tiró. Se lastimó la oreja porque cayó de lado y cuando su papá vio a su hijo dejó el micrófono, corrió a levantarlo y empezaron a llorar los dos. Le preguntó qué le había pasado y… toda la gente, el público, también estaba llorando. Fue muy bonito”.
Ejemplo clarísimo. Primero él. Después el resto de su entorno. Más que amor. Entrega total. Por eso fue que en esta última entrevista también indagamos que cómo era la rutina de su vida sin él. Se lo planteamos invitándola a que nos describiera su “cada nuevo día” y si tenía diseñado algún proyecto para su futuro.
La intensidad de su respuesta todavía nos asombra. Palabra por palabra jamás la hemos publicado… hasta ahora.
“No tengo nada. No quiero nada. No me llama la atención nada. No quiero nada. No puedo vivir sin él. No puedo respirar”: lo afirma encadenadamente. Es tajante. De verdad nos desconcierta.
“Porque no puedo respirar me operaron del pulmón. Me falta todo. Me siento incompleta. No soy yo. Me siento muy mal, muy mal. Lo digo con todo mi corazón. No trato de impresionar. ¡No puedo vivir! Han sido años tremendos, ¿cómo es posible? Mi corazón está herido, adolorido. Estoy mal. Quiero nada más pasarme toda la vida en mi recámara. No quiero nada, nada, nada”.
“Tenía un nudolito en el pulmón derecho”, nos explica enseguida. “Me quitaron medio pulmón para sacármelo por si era maligno. Me quitaron también dos costillas. Ahora estoy bien. Bendito Dios, todo lo que podía ser malo me lo quitaron”.
Todo, menos su nostalgia de él. Reflexionamos. Es un desahogo conmovedor. La conversación continúa.
¿Escucha usted sus grabaciones con alguna frecuencia?
Parece estar esperando la pregunta, ya que responde en forma instantánea: “Lo que me duele mucho es ver sus películas. Me siento mal viéndolas. ¡No las quiero ver! Las canciones me gustan mucho. Me gusta mucho oírlo. Oír sus canciones me gusta más”.
Insistimos. ¿Por qué? ¿No le parece que ver sus películas sería como recordar anécdotas, lugares, volver a estar con él?
Lo que nos contesta es una especie de rectificación: “Él está conmigo. Lo que pasa es que, a veces, lo busco. Busco su apoyo. ¡Fue un hombre tan lindo! ¡Un hombre completo! ¡Hombre! Fue un hombre muy considerado, muy respetuoso conmigo. ¡Ay! ¡No sé! Era muy dicharachero, muy juguetón, cariñoso. Era muy coqueto en ese sentido: alternando con las muchachas. Me ponía celosa, pero me aguantaba; porque así era él. Así era él. Era su carácter”.
¿Celosa usted, señora Flor? La interrumpimos. Le comentamos que más bien él era muy cumplido con todo el mundo, muy diplomático, muy señorial. Es nuestro punto de vista.
Su respuesta es otra evocación: “Era igual con mujeres, señoras y señores, con todos. Muy sociable, muy cariñoso, sobre todo con el público. No se olvidaba de nadie. Se acordaba de todo el mundo. Era un sabio. Mi esposo era ¡un hombre!, un señor; y me gusta mucho decirlo”.

No hay otro tema en su mente. Incluso cuando, finalmente, la interrogamos en relación al folklore mexicano.
En ese campo lo que más le atraía era “el mariachi… y me encantan los sones, los jaliscienses y los huastecos. La banda es una cosa muy alegre. Pero para mí ¡el mariachi! Quiero que cuando me entierren lo hagan con la música de dos mariachis, con dos grupos, y la banda por supuesto”.
Su otro deseo, muchas veces repetido, era que la sepultaran a su lado, junto a él.
Nuestra conclusión al reinterpretar la entrevista y escribir este artículo es que Flor Silvestre nos deja un legado sobre la trascendencia que suele tener la unión hombre/mujer sustentada en el verdadero amor y representada en su caso por quien fuera Antonio Aguilar, su esposo, su compañero diario, su todo, su confidente, él y ella, ejemplares seres humanos auténticos, esas dos personas entrañablemente parapetadas detrás de ambos personajes.
Y sí. Sus últimos deseos se le han cumplido totalmente. Tal como ella lo quería. Fue despedida junto a la sepultura con la música del mariachi y descansa en paz junto a él. Juntos en la vida y en la muerte.